¿Por qué Vučić? La huida hacia adelante
- JORDI CUMPLIDO
- 3 abr 2017
- 11 Min. de lectura
El 11 de abril de 1999 Slavko Ćuruvija, el periodista más influyente de la oposición serbia contra Milošević, era abatido a tiros por dos matones en la puerta de su casa. El editor del periódico Dnevni Telegraf, que disponía de acceso a informaciones relevantes del estado por su estrecha relación con la mujer de Slobodan Milošević, Mira Marković, había iniciado meses antes una intensa campaña contra la guerra de Kosovo y contra los intentos del ministerio de Información de silenciar a la prensa. El entonces ministro Aleksandar Vučić había aparecido en la portada de un importante periódico prometiendo venganza contra Slavko Ćuruvija y quince años después, al tiempo que se confirmaba que la muerte del periodista fue ordenada por los aparatos de la seguridad del estado, el flamante nuevo partido de Vučić ganaba las elecciones parlamentarias. Ayer consolidó su proyecto bonapartista ganando las presidenciales con un amplio 55%.

El triunfo de Aleksandar Vucic en las presidenciales refuerza el eje conservador Varsovia-Budapest-Belgrado
¿Transición? ¿Qué transición?
El crimen de Slavko Ćuruvija respondía a la lógica del régimen. El ministerio del Interior era la cúspide de un complejo entramado policial, militar y mafioso que garantizaba la supervivencia de un estado inmerso en las guerras balcánicas y amenazado por las sanciones económicas de la comunidad internacional. En esa dictadura con elecciones el partido de Milošević trazaba alianzas tácticas para mantenerse en el poder, ora con el partido nacionalista de la oposición SPO (Partido de Renovación Serbia), ora con el Partido Radical Serbio, de extrema derecha. En ese último partido había crecido, a la sombra del siniestro cabecilla protofascista Vojislav Šešelj, un joven Aleksandar Vučić, que se convirtió en el parlamentario más joven de la historia del país y ascendió rápidamente hasta llegar al ministerio de Información en 1998.
Desde allí, Vučić no defraudó. En los tiempos duros de la guerra de Kosovo y el bombardeo de la OTAN aprobó la ley de prensa más dura que se recuerda en los tiempos modernos en el país: en el artículo 27 prohibía cualquier acto de propaganda, lo cual pasaba a estar sujeto a la interpretación del régimen que asumía el papel de censor. El peso de la ley cayó sobre el editor de Evropljanin y Dnevni Telegaf, Slavko Ćuruvija, que había empezado a publicar las crónicas de lo que hacían las tropas serbias en Kosovo. Vučić cerró sus dos periódicos. El periodista redactó una carta al presidente Milošević en octubre de 1998 advirtiendo de la deriva totalitaria a la que le llevaba su alianza con los radicales, y seis meses después recibía el tiro de gracia en la puerta de su casa. Aun morirían dos periodistas más durante el período de Vučić en el ministerio, Milan Pantić y Dada Vujasinović, cuyas muertes aún no han sido esclarecidas.

Los años dorados de Vucic a la sombra de su líder, el radical Vojislav Seselj
Por aquel entonces diez años de guerras, aislamiento internacional y economía sumergida habían agotado a la sociedad serbia, cada vez más consciente de la necesidad de pasar página. “Okreni novi list” (Pasa página) era uno de los lemas de la organización estudiantil Otpor, artefacto nacido de las protestas anti-Milošević de 1996-1997 y cooptado rápidamente por los servicios de inteligencia norteamericanos como punta de lanza para la operación de derribo del régimen. En 1999, tras el sonrojante fracaso del bombardeo de la OTAN, convergieron por primera vez las aspiraciones de una importante mayoría del pueblo serbio con los intereses occidentales: acabar con el sultanato de Milošević en los Balcanes significaba para Washington poner un pie y medio en un dique estratégico contra la nueva amenaza que suponía el ascenso de Vladimir Putin al poder en Rusia.
El plan era sencillo. Primero se forzó a los líderes de los partidos de la oposición a acabar con el vedetismo y forjar una plataforma unitaria para desafiar a Milošević en las elecciones. Mientras tanto se untó con 70.000 dólares a la organización estudiantil Otpor, que se dedicó a socavar la imagen del régimen con originales y llamativas acciones en la línea de la no-violencia. Y lo más importante, se fijó en Budapest la Oficina de Asuntos Yugoslavos (OYA) desde donde se entrenaba a los líderes políticos y estudiantiles, y se enviaba el dinero para las acciones. El modelo se reprodujo en las posteriores revoluciones de colores en Georgia, Ucrania y Kirguizstan, cuyas revoluciones se gestaron desde el Centro de Acciones No-Violentas (CANVAS) dirigido desde Belgrado por los líderes de Otpor Srđan Popović y Slobodan Đinović.
Las esperanzas de los serbios de avanzar hacia un estado moderno y democrático, integrado en la Unión Europea, abierto al mundo y al progreso económico, fue un espejismo. El líder de la revolución de octubre Zoran Đinđić había pactado con los caudillos paramilitares y mafiosos del régimen el mantenimiento de sus estructuras a cambio de su inhibición durante el asedio al parlamento el día que cayó Milošević. Es decir, había caído Milošević pero no su régimen, y cuando Đinđić quiso hacer limpieza fue asesinado por un francotirador a la salida de la sede del gobierno. La muerte de Đinđić en 2003, además de un trauma para la nación, quedó como un punto de inflexión en el devenir histórico de la Serbia contemporánea: la trágica constatación de la inviabilidad de una Serbia democrática, liberal, moderna.
Durante esos años Serbia naufragó sin rumbo hacia la deriva. Estados Unidos había conseguido acabar con Milošević pero los atentados de 2001 y la invasión de Afganistán y de Irak hicieron caer Yugoslavia de nuevo en el olvido. La crisis kosovar no solo no había mitigado con los acuerdos de paz y el protectorado internacional, sino que iba a más. Montenegro había activado su plan secesionista que culminaría en 2006 con el apoyo incondicional de Washington. La incertidumbre económica del país, con el fracaso reiterado de los sucesivos planes reformistas y neoliberales, dibujaba cada vez con más claridad un país polarizado con una clase de nuevos ricos que recogían los beneficios de las reformas, y una clase de pobres a los que la transición abandonaba a su suerte ante los desafíos de la globalización y el capitalismo salvaje. La dicotomía entre clases urbanas-burguesía-modernización-globalización y campesinos-proletariado-tradición-nacionalismo llevaba hacia una identificación entre ganadores y perdedores de la transición. Occidente mantenía una sibilina propaganda antiserbia, tanto en la cuestión kosovar como en la gestión de la revisión del pasado y los crímenes de guerra. Milošević moría en una celda de la cárcel de La Haya en 2006 mientras los líderes guerrilleros albaneses y bosnios eran exonerados uno tras otro. La extrema derecha se frotaba las manos, y crecía imparablemente.
La escisión de la extrema derecha y el fenómeno Vučić
Pero los poderes occidentales volvieron a volver la vista hacia Yugoslavia. En febrero 2008 el parlamento kosovar proclamó la independencia unilateral y el gobierno serbio disolvió el parlamento y convocó nuevas elecciones para afrontar el problema. Pocos días antes el Partido Radical, la extrema derecha, había rozado la mayoría en las presidenciales, y amenazaba con dar la sorpresa en las legislativas ante el desafío kosovar.
La estrella de Vučić se apagó tras la caída de Milošević. Cuando el líder de los radicales Vojislav Šešelj se entregó voluntariamente al tribunal penal internacional dejó como número uno del partido a Tomislav Nikolić, y Vučić quedó a la sombra de este tratando infructuosamente de hacerse con la alcaldía de Belgrado: en 2004 perdió por un estrecho margen ante Nenad Bogdanović, y en 2008 volvió a perder ante el demócrata Dragan Đilas. Durante esos años se destacó por su defensa pública de los criminales de guerra, haciéndose célebre una instantánea que le acompaña aún hoy en día como una rémora: Vučić rodeado de radicales cambiando la placa de la Avenida Zoran Đinđić por la de Avenida Ratko Mladić. Solo el momento crucial de las elecciones de mayo de 2008 devolvieron a Vučić, y de qué modo, el protagonismo perdido.

El carácter plebiscitario de las elecciones de mayo en torno a la cuestión kosovar dejaba al Partido Demócrata como líderes de la coalición proeuropeísta y al Partido Radical como líderes de la plataforma nacionalista. Algo de trascendente flotaba en el ambiente: esos comicios desbloquearían definitivamente la dicotomía antes mencionada y definiría qué era Serbia y qué quería ser. Bruselas se asustó. Pero la coalición demócrata ganó holgadamente, y el líder de los radicales Tomislav Nikolić supo anticipar la defunción de la extrema derecha serbia.
Un grupo de la élite del partido, con Nikolić a la cabeza, entendió que la victoria de la coalición demócrata suponía un cambio en la mentalidad de los serbios, un cansancio evidente en todo lo tocante a las cuestiones nacionales. Además, el torbellino europeísta se había llevado por delante las clásicas divisiones políticas en Serbia y había reconfigurado, además del mapa electoral, las preferencias y valores de los ciudadanos. Kosovo y los criminales de guerra, la unidad de la nación serbia, habían dejado de ser preocupaciones diarias. Mientras el histriónico Šešelj seguía montando el numerito desde su celda en La Haya, el pragmatismo marcaba la nueva política.
Pero Nikolić vio muy pronto los límites de implantar una nueva política en el Partido Radical. En el núcleo duro de la cúpula había figuras muy próximas a Šešelj que entendían que el viraje ideológico suponía diluir las esencias nacionales en ese marasmo de mediocridad en que se había convertido la política serbia. Entre los más enérgicos estaban Nataša Jovanović, vicepresidenta del parlamento conocida por sus excesos verbales, y Vjerica Radeta, una de las altas funcionarias del partido más enérgicas contra el tribunal penal internacional. Pero sobre todo estaba Dragan Todorović, cuya carrera política había nacido en las primeras organizaciones patrióticas y había ocupado el escaño del Partido Radical con una fidelidad de hierro a su líder. Nikolić entendió que liarse a codazos ante tal atrincheramiento sería un esfuerzo inútil.

Tomislav Nikolic, el hombre que lideró la escisión de la extrema derecha en Serbia en 2008 y creador del Partido Progresista de Serbia.
Cuando Nikolić confirmó que apoyaría la entrada de Serbia en el Acuerdo de Estabilización ofrecido por Bruselas, paso previo para entrar en la Unión Europea, la reacción del ala radical del partido abrió una guerra que solo podía resolverse con la ruptura. Efectivamente, en setiembre anunció la renuncia a todos sus cargos en el partido y la formación de una fracción llamada “Adelante Serbia” que contaba con diecinueve de los diputados del partido. Desde La Haya Šešelj empezó a mover los hilos para aislar a los fraccionarios y su lugarteniente, Dragan Todorović, amenazó con expulsar a todo aquel que se uniera a Nikolić.
Para desbloquear la situación había un nombre clave, ¿lo adivinan? En efecto, Aleksandar Vučić. Durante aquellos días el número dos se había mantenido al margen, e incluso se había ausentado en la sesión de la directiva en que se iba a expulsar a los disidentes. Su mutismo era toda un misterio, y hacia crecer la expectación, al tiempo que hacía cada vez más evidente que su decisión haría decantar la balanza. Sus actitudes se entendían como un guiño al sector fraccionario, pero a su vez sorprendió a todos cuando anunció su retirada momentánea de la vida política. El 6 de octubre apareció flamante en una entrevista en televisión anunciando su inmediata incorporación al proyecto de Nikolić.
Y así presentó Tomislav Nikolić en una rueda de prensa el nuevo Partido Progresista de Serbia (SNS) cuyo eje sería la defensa de los intereses de la nación serbia dentro de una estrategia de integración europea. Los miembros del Partido Radical empezaron a pasarse en masa al nuevo partido mientras crecían las especulaciones sobre la procedencia de su financiación: se filtraron informaciones confidenciales que apuntaban a magnates de la economía serbia como Miroslav Mišković y Milan Beko, y a suculentas aportaciones de Francia y Alemania. Los extremistas sacaron a relucir el clásico argumentario de la financiación de los servicios secretos occidentales. Sea como fuere, el éxito fue arrollador. El partido ganó las presidenciales en 2012 con Nikolić como candidato. En 2014 Vučić encabezó la candidatura progresista que ganó las elecciones en minoría y, confiado en su creciente popularidad, avanzó las elecciones dos años después para ganar con una amplia mayoría. La victoria de ayer en las presidenciales deja el país en sus manos.
¿Por qué Vučić? Una huida hacia adelante
Lo que sigue siendo aún hoy un misterio es qué hizo decidirse a Vučić. Aunque el sector extremista del Partido Radical adujo que había sido comprado por los disidentes, lo cierto es que Vučić representa en él mismo el proceso de ruptura de la extrema derecha. Hubo, en aquellos meses decisivos, una gran masa de simpatizantes y militantes radicales que no habían perdido sus valores patrióticos, y que sin embargo, ante la incertidumbre de la encrucijada Bruselas-Kosovo, acabaron asumiendo que el camino hacia Europa se había convertido en la única opción real de seguir defendiendo sus principios. El éxito del SNS, que con los años ha acabado siendo el de Vučić, sólo se explica si logramos comprender cómo el proyecto ha atraído a esas masas descontentas que asumen la integración europea como un mal necesario y se adaptan a una corriente nacionalista más moderada, menos nostálgica.
Con independencia de las especulaciones sobre la procedencia del capital financiero, cuyo extremo no se ha llegado a demostrar aún, lo cierto es que el SNS fue como agua de mayo para Bruselas y Washington, el artefacto perfecto para parar la historia en la ex Yugoslavia. La nueva formación había acabado con las aspiraciones de la extrema derecha que, a principios de 2008, suponía una seria amenaza. Pero además, con su vertiginoso ascenso, las cancillerías europeas descubrieron en el partido el instrumento perfecto. En primer lugar, esa extraña amalgama ideológica neutralizaba de una vez por todas ese idealismo en el que había vivido instalado el pueblo serbio durante años y que tantos dolores de cabeza había traído, y lo encauzaba en la senda del pragmatismo. El Partido Progresista ofrece la defensa de los valores tradicionales y conservadores, la exaltación del patriotismo y el mantenimiento de la alianza histórica con Rusia sin que todo ello conlleve el abandono de una política de estabilidad regional basada en la fidelidad a los dictados de Bruselas. Pero sobre todo, se trata de un peón importante en el complejo tablero de la Europa oriental y los Balcanes, un tipo fiel a los líderes europeos y al cual se puede controlar fácilmente a cambio de inversiones y promesas, que garantiza la estabilidad en la región y a diferencia de otros populismos como el polaco o el húngaro, tiene un discurso pro-europeísta.
El SNS ha acabado siendo un extraño experimento dentro del caótico cosmos político de los países de Europa del este en transición. El carácter populista del partido consolidado entorno al carismático líder Aleksandar Vučić se ha revelado como un eficaz sedante para una sociedad endémicamente enferma. La consolidación de su modelo autoritario, con evidentes deficiencias en un sistema institucional disfuncional cuyo principal resorte recae en un control dictatorial de los medios de comunicación, parece coincidir con la ola populista de la Europa centro-oriental. La victoria de ayer da plenos poderes a Vučić para seguir aumentando su coto privado de poder y el populismo de derechas en Serbia, y refuerza el eje de esos populismos ya afianzados en la Polonia de Kaczinsky y en la Hungría de Viktor Orban. Sin embargo, algo diferencia a Vučić de los otros: al tiempo que pelotea a Putin y excita las pasiones nacionales, el líder serbio no duda a genuflexionarse reiteradamente ante el poder económico alemán. Una paranoia solo al alcance de los serbios.
Efectivamente, y resumiendo, el fenómeno Vučić no se parece a nada, y puede parecerse a todo. Es un populismo elegantemente disfrazado, con un tipo sonriente que hasta puede caer simpático, que maneja los medios a su antojo y vende un crecimiento económico y un progreso social imperceptibles, que ofrece un espacio ideológico de una flexibilidad sin límites que permite el viaje hacia Moscú pasando por Kosovo con billete de vuelta hacia Bruselas, y viceversa, que atrae con su discurso a las clases populares más desamparadas a la vez que mantiene la fidelidad de una parte de las clases adineradas y profesiones liberales que prefieren, antes que nada, la estabilidad. Y sí, muchos, muchos votantes que avalan el proyecto de Vučić mientras se tapan la nariz.

Es una huida hacia delante de una nación crónicamente enferma. De un pueblo sin estómago ni fuerzas para afrontar esa revisión del pasado que les impide avanzar hacia un futuro, atrapados en un presente caótico y desesperado en el que las reformas económicas siguen sin dar frutos, donde todos las promesas de un futuro mejor han acabado en mirajes revelados a prueba de balazos, en sacos de corrupción, en una oposición que ni existe ni se les espera empeñados en preservar su coto privado de enriquecimiento. Eso es Serbia, un enfermo terminal sin cura ni salvación, que espera agónicamente una muerte que nunca llega y por cuyas venas el populismo ofrece al menos la sedación, esa droga relajante que le deje dormido al menos un tiempo después de tanto espasmo. Ya no hay preguntas, porque nunca hubo respuestas. Ahora Vučić, ¿y después qué? No importa, ya no hay futuro, ni pasado, solo presente: solo esa huida hacia adelante.
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